Creo en las nueve nueces de esta mañana, ordenadas al piso,
enmascaradas, del nogal al piso, del alimento a la tierra.
Cayéndose, para alimentar a los pájaros, a los gusanos,
y para algunos poetas.
A confirmar que nada se desperdicia, que en el tiempo,
pasaremos por ahí; recogiendo la ganancia que estaba determinada.
Todo en un antemano, todo en un estirar de brazos,
todos en una búsqueda, en un sendero, en una vereda,
evolucionando siempre,
prematuros.
Distantes.
Juntos.
Algunos de rosa frente a una vida que parece de algún otro color,
otros de verde, otros de azul, otros, serios y enjutos, de negro,
algunos multicolores, con sueños multicolores,
muriendo primeros que los últimos,
decididos a ir al frente siempre.
Estando dispuestos siempre.
Ofrendándose siempre,
conjugando.
Toda la vida.
En una muerte.
Pero coloridos. Porque combaten con amor.
Esteban combatía con amor.
A los pies de Saulo lo llevó el amor.
Con amor.
En la altura.
Viendo llorar la Biblia junto al calefón.
Como la nuez. Qué me miró viendo su versión de gloria,
nuez que se seca en el piso,
con la certeza, de que le besan la mugre,
y le escriben, porque es una nuez, o una hoja seca.
Sabiendo.
Que va a morir.
Como si toda su vida.
Es el piso.
Pasar en la luz, las cosas transformadas,
y deshacerse de la molestia de los que nos presionan.
De los que nos persiguen.
De los que ya no están.
En el libro de bolsillo.
Ni en el bolsillo.
Agradecidos, siempre, a los hombres como Juan.
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